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26 abr 2009

'La semilla del mal'

(The Unborn. David S. Goyer. EEUU. 2009. 88 minutos). Aún a riesgo de ser considerado sexista o poco riguroso, confirmo que lo que ven al lado es lo mejor de La semilla del mal: las braguitas de Odette Yustman y lo bien que las luce durante varias escenas. El resto viene a confirmar lo que ya intuíamos sobre David S. Goyer, que es un guionista a veces interesante pero un director pésimo, capaz de escribir batiburrillos afortunados (Dark City), ladrillos insoportables (Dark Knight) y de cargarse él solito una mitología que él mismo había creado (Blade Trinity). Esta vez reune una colección de tópicos temáticos llevados a la pantalla con una torpeza galopante rayana el ridículo. Porque ya lo dijo Alvy Singer: esto es la comedia del año y no hay nada ni nadie que lo supere. Pero aquí lo rijoso entra en conflicto con lo lúdico y se convierte en vergüenza ajena y en una prueba de resistencia para el espectador curtido, que se remueve incómodo en el asiento mientras contempla otro travelling horizontal mientras la protagonista se detiene ante el primer escalón de unas escaleras y que, irritado e impotente, se pregunta cómo es posible que alguien que lleva veinte años escribiendo guiones (desde Libertad para morir, poca broma) todavía puede pensar que jugar a meter miedo con el espejo del cuarto de baño puede ser inquietante.

La semilla del mal sólo puede resultar provechosa para alguien que ha visto a lo sumo tres películas de terror en toda su vida. El resto se encontrará con algo menos de noventa minutos totalmente prescindibles en los todo se mueve entre lo absurdo (esos diálogos y explicaciones pronunciados con plena falta de credibilidad y convicción por un reparto aburrido, incluyendo a Gary Oldman) y lo mínimamente pasable (algún efecto de maquillaje decente). Por mi parte sólo puedo decir que no la volveré a ver en la vida a no ser que me obliguen. Ni siquiera por las braguitas de Odette Yustman.

14 abr 2009

Tena meets von Trier

Algo que molesta sobremanera a los que vamos de abiertos de miras, de experimentadores, es que nos descubran que tenemos prejuicios. Y si hablamos de Lars von Trier, estamos hablando de El Prejuicio. Nunca hasta ahora había sentido esa mezcla de interés, curiosidad, temeridad y valentía que me llevara a enfrentarme a una de mis tareas pendientes que más pereza me daba llevar a cabo: la de encarar el visionado de cualquiera de las películas de este engreído danés que siempre me ha parecido un esnob pretencioso, un endiosado sabihondo empeñado en poner límites a la creatividad y hacer pasar por arte recursos que en otros son limitaciones obligadas por la carencia de medios. Y así he estado durante años, negándome la posibilidad de descubrir si este gilipollas sería capaz de hacer, como dicen por ahí, buen cine. Ni la de Björk, ni la de Nicole Kidman... CERO. Pero es en este instante cuando entra en mi cabeza como un vendaval esa Ana que tanto ven ustedes en los comentarios últimamente y me da un toque de atención en plan "Vaya, así que el liberal este tiene prejuicios, ¿eh?". Y eso es como si a Marty McFly le llaman gallina, ya saben. Total, que en ocasiones uno tiene que tragarse sus ideas preconcebidas y entregarse al experimento. Al fin y al cabo lo único que se puede perder es hora y media. "Acepto el reto: pásame alguna peli de este tío, la que quieras, y la veo". Si ella se atrevió con una de Chiranjeevi, ¿qué no iba a hacer yo?

Al parecer el título elegido, El jefe de todo esto, no es de los más representativos de von Trier, pero a mí me sirve para confirmar algunas sospechas que tenía sobre este gañán. Primero, que se cree Dios. Y así lo hace saber con su presencia como Pantocrátor invisible en forma de narrador omnisciente y, sobre todo, omnipotente, que juega a detener la película cuando lo cree conveniente para introducir algún punto de giro y que desde el principio exuda el verdadero leit motiv de la película (que en esta ocasión no coincide con la historia que se cuenta), que no es otro que "Eh, que Lars von Trier ha hecho una comedia, ¡tomadme en serio!". Segundo, y es algo que ya mencionaba antes, que a fuerza de pretender ser creativo acaba imponiendo trabas al arte. De manera imbécil, además. ¿Qué coño es eso de la 'Automavisión'? Una pausa para las risas. Lean esto. ¿Ya? ¿Se han secado bien los lagrimales? Perfecto. Ahora a ver si alguien me puede explicar cuáles son las ventajas de dejar que un programa seleccione el mejor encuadre y dónde queda entonces la mano del director. Es tan absurdo como pulsar el disparador automático de una cámara de fotos, arrojarla al aire y luego seleccionar una imagen decente de entre todas las que ha hecho. ¿Que no ha salido ninguna bien? "No pasa nada. Somos ARTISTAS con dinero. Tenemos toda la tarde. Dale otra vez al botón y tira la cámara más alto, a ver si a la próxima...". Si eso no es para darle una colleja a von Trier que venga Bruce Lee y me la dé a mí, porque el resultado final es feo, con fallos de raccord, distante y anticlimático en términos visuales.

Ahora bien, también he aprendido que aparte de ser vencido por la tontuna, von Trier no es un inútil. Dejando a un lado chuminadas técnicas y voluntades divinas, El jefe de todo esto tiene el mérito de poder ser vista un sábado a las seis de la madrugada sin invitar al sueño (comprobado), posee una galería de personajes interesantes y un guión (teatral) bien trazado en el que se encierran reflexiones interesantes no sólo sobre las relaciones de poder (que es lo más evidente que se puede extraer sobre la película) sino también sobre la locura inherente al artista y una advertencia hacia los que manejan el dinero: nunca le den poder económico y ejecutivo a un artista o se pondrá a hacer el tontaco. Como von Trier.

Pese a todo, debo reconocerlo: Tena = 0 / von Trier = 1. Gracias, Ana.

7 abr 2009

Pausa y Reflexión


Este artículo fue escrito inspirado en alguien en concreto y para unos lectores concretos. Pero todos estáis invitados a opinar sobre él.

Cuando a uno le preguntan por sus aficiones y confiesa que por encima de cualquier otra estaría situado el cine, de inmediato surge la eterna cuestión: “¿Y cuál es tu película favorita?”. Así, sin más, como si todo lo que uno ha visto, disfrutado o padecido en su vida de espectador pudiera resumirse en único título. Yo desconfío de la persona que se declara amante del cine y puede decirme, sin temor a equivocarse, a caer en el olvido o la injusticia para con el resto de producciones que han pasado delante de sus ojos, cuál es su película favorita. Una sola. Es lícito, por supuesto, y todo el mundo está en su derecho de tener en un pedestal un largometraje al que idolatrar más allá del bien y del mal, pero no me parece que alguien que tenga una formación y una experiencia extensas como receptor de imágenes en movimiento sea capaz de resumirlo todo, TODO, en un único ejemplar. Estoy generalizando, qué duda cabe, pero me baso en la experiencia. Yo también tuve una Película Favorita, así en mayúsculas, a los 11 años. Se llamaba ‘Terminator 2’ y en ese momento pensaba que era insuperable. Me equivocaba, claro, no sólo por todo lo que ha venido después sino, sobre todo, por lo que se había hecho antes que no conocía. La ignorancia da la felicidad, sí, pero también regala una temeridad y una falta de pudor que sólo se pueden calificar de desconcertantes para quien ha abrazado el conocimiento.

A los que ejercemos la crónica o la crítica cinematográfica, ya sea de manera amateur o profesional, se nos presupone cierto bagaje que nos permite distinguir el grano de la paja, explicar qué merece la pena y qué no, así como por qué. Pero eso nos lleva en ocasiones a atesorar cierta radicalidad a la hora de valorar a las personas por sus gustos, haciéndonos creer que alguien que diga que su película favorita es ‘Confesiones de una compradora compulsiva’ debe tener alguna disfunción cerebral o ser asquerosamente superficial, cuando la inteligencia no tiene que estar reñida con el mal gusto. Es decir, esta persona no tiene por qué ser imbécil, que es lo que podríamos pensar a priori, pero sí que se puede apreciar que o bien tiene un gusto pésimo o su experiencia como espectadora se reduce a lo peor de lo peor. No se trata entonces de un duelo de inteligencias, como hacen ver algunos cronistas y como yo mismo he podido hacer creer a raíz de algunas de mis entregas de estas crónicas, sino de experiencias y formación cultural. Y con esto llego al sentido de este artículo: a lo largo de los muchos meses que llevo escribiendo para ustedes he podido dar la imagen de alguien que no respeta a sus lectores, criticando sus gustos, enojándome por sus preferencias y el modo en el que desprecian o ignoran producciones más interesantes desde cualquier punto de vista. La cuestión es la siguiente: ¿Tengo derecho a hacerlo? Mi respuesta es bien clara: sí. Aunque más que un derecho se trataría de un privilegio y una responsabilidad. Del mismo modo en que yo desconfío del espectador que puede decirme cuál es su película favorita, ustedes tendrían que desconfiar del crítico que habla mal de todo o bien de cualquier cosa, del que usa sus escritos sólo para despotricar contra sus gustos o que se limita exclusivamente a transcribir las notas de prensa que le llegan de las distribuidoras. Esto último es fácil, créanme, porque he podido ponerlo en práctica en alguna ocasión y no he querido hacerlo. Uno recibe un documento con información entusiasta sobre una película y los remitentes esperan que estos datos queden reflejados de modo impreso o virtual, rematados con la firma de un periodista o redactor. Es cómodo, sencillo y rápido. Pero es una irresponsabilidad. Cuando uno recibe la oportunidad de evaluar una obra artística debería tener la obligación moral de imprimir su verdadera opinión en sus palabras. Y ese es el crítico del que se deberían fiar, porque independientemente de que estén de acuerdo o no con sus postulados, al menos está dando una opinión y una interpretación extraída de su cabeza, su corazón o sus entrañas. A veces de los tres sitios al mismo tiempo.

Y todo esto para decirles algo muy sencillo: si critico películas y su modo pasivo de enfrentarse a ellas o de entregarse a lo que dicta la mayoría es porque les respeto y me dan permiso. Y porque creo que puedo ayudarles a descubrir posibilidades. No porque me crea superior a ustedes.


Publicado en el último número de Crónicas de un Pueblo.