(The Wrestler. Darren Aronofsky. EEUU / Francia. 2008. 109 minutos). Dejando a un lado divergencias de opinión que me parecen interesantes pero inútiles desde un punto de vista prágmático y lúdico (lo siento, Alvy, pero estoy totalmente con Zito, Fanshawe y Mario), no me cuesta nada proclamar El Luchador como la mejor película de Aronofsky y la más emocionante y contundente de lo que llevamos de 2009. Es verdad que la trama es tópica y que no hay ni una sorpresa en el guión, que los personajes son arquetípicos y que el director abusa del semisubjetivo y utiliza el énfasis de manera gratuíta a veces (los luchadores lisiados que firman autógrafos y venden vídeos en un centro de veteranos de guerra, el tan comentado paseo hacia la máquina de cortar carne adornado por los vítores de los fans de Randy "The Ram" Robinson que sólo resuenan en su cabeza) y otras más sutil (el leve pitido que se escucha cuando Randy se quita el audífono, potenciando la sensación de que el mundo mostrado en la película es el que interpreta el personaje, una realidad deformada anclada en glorias pasadas de 8 bits). Pero no es menos cierto que su precariedad conceptual y su conjunto de tópicos quedan perfectamente hilvanados con la ligereza cultural de sus personajes y consiguen algo mágico en el espectador que, como The Ram, se siente un perdedor nato: una remanencia emocional que perdura más allá del límite obligado de su metraje y que hacen de la experiencia algo más grande de lo que cualquier intelectualización pueda validar o desvirtuar.
Por supuesto, ayudan las circunstancias personales del espectador: ver la película a solas, en una sala completamente vacía, y en un estado anímico de soledad y desconcierto sentimental que ya llevaba puestos antes de pagar la entrada, conviertieron la experiencia en un recital de hostias físicas y afectivas capaz de removerme las entrañas y dejarme aniquilado cuando comenzó a sonar la canción de Springsteen. Y eso, por muy finos y muy referenciales que nos pongamos, tiene más valor que un guión férreo o una dirección invisible y supuestamente inteligente. El Luchador golpea en las entrañas y el corazón, sobre todo de alguien que, como yo, es capaz de escribir o indentificarse con una frase así sin considerarla un signo de flaqueza mental.