(Ninja Assassin. James McTeigue. EEUU/Alemania. 99 min. / Ninja. Isaac Florentine. EEUU. 82 min.)
Que Joel Silver no introdujera el factor asiático en sus películas hasta su alianza con Jet Li en 1998 (Arma Letal IV) es sintomático de lo poco que el productor confiaba en la viabilidad económica de una superproducción protagonizada por un oriental: ahí están los discretos resultados económicos de las posteriores Romeo debe morir (2000) y Nacer para morir (2003) para corroborar que una película de presupuesto holgado no puede aspirar a convertirse en un blockbuster si su cabeza de cartel tiene los ojos rasgados (y esto no sólo va por Jet Li: Jackie Chan necesitó la compañía de Chris Tucker para barrer en taquilla con la trilogía de Hora Punta, mientras que la reunión de ambos astros de la cinematografía de Hong Kong, El Reino Prohibido, recaudó menos de la mitad que cualquiera de los tres títulos de dicha saga). Por eso sorprende en parte su apuesta por convertir a esto en una estrella de acción, arriesgando junto los Wachowski alrededor de 40 millones de dólares en una película de ninjas, lo que no deja de ser un presupuesto medio pero que, significativamente, no ha conseguido recuperar en su paso por las salas norteamericanas. Números aparte, lo que debería importarnos es si la película funciona o no. Y en ese aspecto tampoco podemos hablar de éxito absoluto: si bien siempre es un placer ver ninjas en pantalla grande (algo que sucedía de manera tangencial en War - El Asesino, dos años atrás), poco tiene que ver Ninja Assassin con las cintas que popularizaron al personaje, las de la Cannon, la Filmark y la IFD que convirtieron al mito en un icono subcultural de los 80. Era previsible, siendo este un producto mainstream, que se intentara revestir el tema de los luchadores disfrazados y casi invencibles con un guión que hiciera digerible la historia para el público actual de multisalas, ese al que los nombres de Richard Harrison, Bruce Stallion o incluso Michael Dudikoff le suenan a chino y que no otorgará ningún valor sentimental (o siquiera referencial) a la aparición de Sho Kosugi. Y aún así resulta algo molesto el modo en el que lo han hecho: esos ramalazos poéticos, la pseudofilosofía oriental de chichinabo o el abuso del flashback son escollos que entorpecen la fluidez de la historia de venganza que vertebra la película, la que resulta realmente interesante y que, de no ser porque la masa necesita coartadas para atreverse a disfrutar de lo básico, debería bastar para conducirla por un sinfín de barbaridades y desafíos a la credibilidad. Otro problema de Ninja Assassin es que, aparte del festival gore que propone (lo cual me pilló desprevenido, para bien), sus secuencias de acción muestran lo peor del cine actual proveniente de Hollywood: un montón de medios desaprovechados por un montaje nefasto que arruina la espectacularidad de los momentos álgidos, agravado por una fotografía oscura que impide el seguimiento total de lo que ocurre en la ráfaga de planos que McTeigue dispara cuando pretende impactar al espectador y que sólo consiguen dejarnos turulatos. A pesar de todo esto, el balance final es positivo: Rain consigue hacernos olvidar su momentos ñoños como cantante y como protagonista de la bella Soy un cyborg, incluso riéndose de su imagen de ídolo teen, el ritmo no decae (casi) nunca y la cinta ofrece set-pieces que ni siquiera el montaje atropellado consigue arruinar (como ese enfrentamiento final entre Rain y Sho Kosugi que parece una fase del Last Blade de SNK).
Pero hay una alternativa a Ninja Assassin que resulta mucho más cercana, en cuanto a parámetros estéticos y narrativos, a los productos de la Cannon culpables de muchas de sus visitas al videoclub y que, haciendo involuntario honor a dicha casa, está condenada a la distribución doméstica (y eso entiéndanlo como quieran): Ninja, de Isaac Florentine (posiblemente el mejor director de cine de acción que existe en el mercado del DTV ahora mismo) y producida por la cada vez más interesante Nu Image (propiedad de la ascendente Millenium Films), se presenta como una versión low-fi de la película de McTeigue, con mucho menos presupuesto pero una concepción mucho más acertada de sus secuencias de acción y de la estampa trash inherente a todo lo ninja. Para empezar, el protagonista es un auténtico artista marcial, ese Scott Adkins tan impresionante a nivel de lucha como carente de expresividad y carisma, lo que le condenará a ser el David Bradley de nuestro tiempo si nada lo remedia. Eso ayuda a que no haya que recurrir a ningún truco de cámara ni a efectos especiales para que las escenas de hostias resulten espectaculares, ya que Adkins es un espectáculo en sí mismo. La falta de presupuesto redunda también en la magnitud de la propuesta: si en Ninja Assassin los ninjas se cuentan por decenas, en Ninja sólo aparece uno hasta el clímax final, pero resulta una figura más interesante e inquietante que cualquiera de los que deambulan por la versión cara: el de Florentine es un ninja high-tech, con visión nocturna y armadura, con un compartimento secreto donde guarda sus armas y gadgets y que, como Batman, puede desplegar sus brazos y planear sobre unas calles tan artificiales como las del Gotham City de Tim Burton. Otra ventaja de la película de Florentine sobre la de McTeigue es que va mucho más directa al grano. Los protagonistas de ambas, Raizo y Casey, comparten idéntico pasado (son huérfanos adoptados por un maestro ninja que les enseña con mano dura a convertirse en máquinas de matar), pero mientras que en el primer caso todo nos es mostrado mediante flashbacks, en Ninja se resuelve el pasado del protagonista de un modo mucho más simple: Casey se lo cuenta a otro personaje en una cena. Esa economía narrativa (no sólo provocada por la falta de medios, sino también por una visión del cine de acción mucho más pura) es otra de las ventajas de Ninja sobre Ninja Assassin, aunque en lugar de enfrentarlas, deberíamos celebrar ambos títulos y convertirlos en un programa doble de rápida y placentera degustación.