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4 ene 2009

La gente quiere destrucción


Ya saben que a falta de pan... Así que les cuelgo el último artículo que he publicado en el periódico mensual Crónicas de un Pueblo. Sé que a algunos de ustedes les hace gracia el nombre de la publicación y tal... y que cuando escribo para ese medio tengo que explicar situaciones, contextos o teorías que ustedes se saben de memoria, pero es lo que tiene escribir una sección sobre cine rodeada de noticias y opiniones relativas a asuntos de la comarca. A veces ni siquiera sé qué pinta mi sección entre el resto de páginas, pero entiendan que uno no puede desaprovechar la oportunidad de verse luego en papel impreso. Cosas del ego.

El espectador tiene mucho de masoca, eso está claro. Por eso, ante cualquier propuesta que se nos anuncie como La Película Definitiva de Destrucción Masiva corremos raudos y veloces al cine o al emule y derivados para saciar nuestro apetito de destrozos, muertes, explosiones y cataclismos varios. Si bien es cierto que podemos encontrar belleza plástica en ver cómo la Casa Blanca revienta en tres mil pedazos en INDEPENDENCE DAY (aunque algunos lo que encuentran ahí es otro tipo de satisfacción que tiene más que ver con la venganza de no se sabe qué y la tontuna) o en aquella presa rota de TERREMOTO, existe también ese factor de relativa seguridad que nos hace pensar en la butaca “vaya, esto podría pasarme a mí, qué bien que sólo sea una peli”. Pero, ¿qué ocurre si las expectativas de destrucción no son satisfechas? Que la película es una mierda. O eso dicen.

La última víctima de esta simplista percepción ha sido la recién estrenada ULTIMATUM A LA TIERRA, remake de la cinta homónima dirigida en 1951 por Robert Wise que ya se apartaba certeramente del estándar de sus coetáneas, al presentar una historia que se centraba más en los elementos humanos que en los fantacientíficos. En aquella película, un extraterrestre llamado Klaatu visitaba la Tierra para advertirnos del peligro que suponía el auge de la energía nuclear utilizada como arma, pretendiendo reunir a los gobernantes de cada país del globo para obligarles a paralizar la carrera armamentística en aras de una paz mundial harto complicada. Pero como somos violentos por naturaleza, lo primero que hacen los militares es disparar a Klaatu, consiguiendo que el robot Gort salga a su defensa y neutralice varios tanques y las armas de sus enemigos. Klaatu sobrevive y detiene a su robot con la mítica frase “Klaatu barada nikto”, para luego mezclarse entre los humanos y aprender que quizá no somos una raza tan primitiva y execrable después de todo. En la versión de 2008, dirigida por el irregular Scott Derrickson y protagonizada por Keanu Reeves y Jennifer Connelly, los cambios no son demasiados y el mensaje es prácticamente idéntico, aunque ahora Klaatu no viene a intentar convencernos de nada, sino directamente a destruirnos, ya que su raza (superior) nos considera una amenaza para la supervivencia del planeta Tierra. La paranoia nuclear da paso ahora al terror ecológico del que ya les hablara cuando citaba EL INCIDENTE de M. Night Shyamalan hace unos meses, pero finalmente (salten al párrafo siguiente si no quieren conocer el final de la peli, por previsible que sea, sobre todo si han visto la original) Klaatu aprende gracias a una mujer y a su hijastro que las personas pueden cambiar cuando se ven en el precipicio y que quizá todavía estemos a tiempo de salvar el lugar donde vivimos. Mensaje optimista, sin duda, pero necesario para cerrar una superproducción ideada para contentar al mayor número posible de espectadores.

La cuestión es que a la mayoría no le ha hecho gracia que la historia, el guión, la reflexión (poco profunda, pero presente al fin y al cabo) y los personajes estén por encima del despliegue de efectos especiales y le ha sabido a poco el número de escenas espectaculares. Una vez más, estoy en desacuerdo con la mayoría. Y no voy en plan endiosado ni pretendo parecer más inteligente que el resto, pero es que a veces, de verdad, no hay quien les entienda.

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