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27 dic 2010

'Jóvenes y brujas'

(The Craft. Andrew Fleming. Estados Unidos. 1996. 97 minutos) En 1996 el cine de terror estaba pasando por uno de sus peores momentos tanto a nivel comercial como artístico. Su presencia principalmente era visible en productos de baja calidad y desprovistos de gracia alguna que engrosaban las estanterías de los videoclubes, con la esporádica aparición de algún título mainstream apto para todos los públicos o rarezas independientes producidas fuera de Hollywood. El panorama era tan desolador que cuando llegó a las carteleras Jóvenes y brujas no pudimos hacer menos que celebrarlo de la mejor manera posible: acudiendo al cine a ver, por primera vez en mucho tiempo, una película de terror adolescente que no era una secuela o una explotación indirecta de algún éxito de los ochenta. La película de Andrew Fleming sirvió como preludio de lo que vendría un par de meses después: Scream (Wes Craven, 1996) serviría como revulsivo para las nuevas generaciones de espectadores, generando una nueva ola de terror teenager que tuvo una vida corta de unos cuatro años, pero resultó lo suficientemente intensa como para que el género volviera a vivir un periodo de esplendor como no se había visto desde hacía mucho tiempo. La película escrita por Kevin Williamson y dirigida por Craven (llamada originalmente Scary Movie... título con el que ya saben qué ocurrió después) es la que oficialmente resucitó el cine de terror, pero hay que otorgarle a Jóvenes y brujas (en la que ya estaban dos de los protagonistas de Scream: Neve Campbell y Skeet Ulrich) el honor de ser la cinta que reconcilió al género con un público que había ignorado meses antes títulos como La nueva pesadilla de Wes Craven (Wes Craven's New Nightmare. 1994) o Halloween: La maldición de Michael Myers (Halloween: The curse of Michael Myers. Joe Chapelle, 1995), la cual llegó a los cines españoles dos años después de su estreno norteamericano. 

LO MEJOR: La mirada de Fairuza Balk.
LO PEOR: Un clímax final salido de madre.
Queda clara entonces la importancia de Jóvenes y brujas dentro del marco pesimista, reiterativo y decadente en el que se encontraba el cine de terror. En ese contexto, no es difícil entender el júbilo con el que se recibió la cinta en su momento, recibiendo comentarios algo hinchados por parte de aquellos críticos que llevaban tiempo suspirando por ver algo similar. Vista catorce años después de su estreno, con la objetividad que otorga la distancia y después de haber vivido una nueva muerte y resurrección del cine de terror, Jóvenes y brujas mantiene su valía sobre todo como retrato de unas adolescentes descastadas que encuentran en la magia una respuesta a sus angustias vitales, siendo precisamente la parte relativa al horror la que más flojea en el conjunto. Con una estética muy propia de su época y la utilización ocasional del lenguaje del videoclip, la película utiliza bien los elementos esotéricos durante la mayor parte del tiempo para plasmar las obsesiones de las protagonistas, sus inseguridades, sus temores y anhelos, sirviendo como ejemplo de cómo y por qué nacen la mayoría de las microsociedades excluyentes: la unión de los rechazados, de los diferentes, con la única intención de sentirse comprendidos y respetados dentro de un grupo cerrado en el que encuentran, además, protección contra un mundo exterior que no les acepta ni comprende. En ese sentido, Jóvenes y brujas sigue funcionando bien. Además, las protagonistas no están tratadas con la mojigatería a la que estamos acostumbrados hoy en día (salvo en comedias que, por necesidad e intenciones, necesiten expresamente a personajes alejados de las buenas maneras y los pensamientos píos), sino que muestran unas pulsiones sexuales y unos intereses estéticos muy propios de su edad. Donde sí cojea la película es en su tramo final, en el que se produce un giro en la actitud de los personajes que deriva hacia un enfrentamiento final lleno de efectos especiales y sustos fáciles bastante aburrido y poco inspirado, resultando poco coherentes las acciones de dos de los personajes (los que interpretan Neve Cambell y Rachel True) que se ven relegados a comparsas de las dos antagonistas que vertebran la trama, la pavisosa Robin Tunney y la morbosa e hipnótica Fairuza Balk, verdadera estrella de la cinta y cuya mirada turbia y sensual acaba siendo el mayor hallazgo visual de una película, por lo demás, aceptable pero menos lograda de lo que se pensó en su momento. Y es que, como dice el refrán, a falta de pan buenas son tortas. 

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