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30 dic 2010

'Pesadilla en la playa'

(Nightmare beach. Umberto Lenzi. Italia. 1988. 86 minutos) Umberto Lenzi merece su puesto de honor en los anales del cine fantástico europeo, aunque sólo sea por haber hecho correr a los zombis por primera vez en La invasión de los zombies atómicos (Incubo sulla città contaminata / Nightmare City. 1980), mucho antes de que Danny Boyle se vanagloriara de haber hecho lo mismo con la muy posterior (y mucho menos divertida) 28 días después (28 days later. 2002). Tras varios títulos enfocados hacia el cíne bélico, Lenzi volvió al terror en 1988 con esta película que pretendía subirse al carro del éxito del slasher norteamericano, ese cine de psicópatas enmascarados que tan buenos resultados dio durante un par de décadas en los cines y videoclubes de medio planeta. Para ello, tomó el seudónimo de Harry Kirkpatrick y se marchó a Florida con dinero italiano para rodar esta Pesadilla en la playa que hoy nos ocupa. En el reparto, varios nombres conocidos: John Saxon haciendo una vez más de sheriff cabrón, junto al tarantiniano Michael Parks haciendo de doctor alcohólico y, en el papel de sacerdote un tanto peculiar, el tipo que se divertía persiguiendo al Equipo-A de costa a costa de los Estados Unidos, Lance LeGault. Aunque los papeles protagonistas recayeron en los menos populares Sarah Buxton y Nicolas De Toth (hijo de André De Toth y actualmente montador de Los viajes de Gulliver, X-Men Orígenes: Lobezno o La Jungla 4.0). 

LO MEJOR: El descaro Made in Italy.
LO PEOR: A veces uno se olvida que está viendo una peli
de terror.
El argumento sigue las reglas del subgénero al que pretende imitar: en una ciudad costera norteamericana, el líder de una banda de moteros que se hacen llamar Demons (quienes llevan en sus chaquetas este nombre impreso con una tipografía muy similar a la utilizada en la película homónima de Lamberto Bava) es ejecutado en la silla eléctrica acusado de asesinar a una joven. Poco después, un misterioso asesino motorista hace de las suyas en la ciudad, equipado con una silla eléctrica en su propia motocicleta y vestido con un traje de cuero negro y un casco opaco que hace imposible su identificación. La hermana de la chica asesinada y un joven que ha perdido de vista a un amigo se unen para desenmarañar el misterio, mientras el motorista ¿fantasma? sigue haciendo de las suyas con una serie de asesinatos poco imaginativos o espectaculares a pesar de la herramienta que utiliza para matar. Por su parte, las autoridades locales pretenden enmascarar lo que está ocurriendo y buscar un culpable para tranquilizar a la población, quizá porque alguno de sus miembros tiene bastante que ocultar... Pesadilla en la playa es una película muy propia de su época, con un suspense de baratillo, un asesino enmascarado de identidad dudosa (y aquí marean bastante la perdiz para conseguir despistarnos), una historia de amor en circunstancias extremas y ocasionales momentos gore con los que justificar su adscripción al género de terror. Lo que resulta más peculiar es el hecho de estar rodada por italiano en una playa estadounidense: Lenzi adereza las convenciones con algunas subtramas recurrentes que se van repitiendo a lo largo de la cinta, con cierto cariz paródico y que tienen como protagonistas a un bromista que se pasa todo el tiempo simulando su muerte (hasta que... claro, muere a manos del asesino), una joven que saca dinero a viejos ricachones a cambio de (supuestos) favores sexuales, un gerente de hotel vouyeur y algo así como un hooligan que se pasa la película proclamando su odio hacia la gente de color. Además de eso, Lenzi rellena metraje de manera totalmente descarada incluyendo exhibiciones de tetas (y algún culo masculino) en concursos de camisetas mojadas en la playa, lo cual, seamos francos, casi siempre es mejor que alargar metraje con diálogos absurdos que no conducen a ninguna parte. Lamentablemente, en Pesadilla en la playa también hay momentos así, logrando que sus 86 minutos pesen por momentos como una losa, adquiriendo la película en ocasiones un ritmo ridículamente lento que pide a gritos más terror, más acción, más sangre, más humor, más motorista asesino y menos escenas en chiringuitos o conversaciones chorras entre personajes. Una lástima, porque la historia es lo suficientemente absurda y el asesino lo bastante peculiar como para que Lenzi le hubiera insuflado más diversión a una película que se queda a medio camino de lo que podría ser, pero que aún así posee el encanto del cine de explotación italiano (aquí en versión fagocitadora de las producciones yanquis) que tanto echamos de menos y surtió nuestra educación cinéfaga de títulos bastardos e imágenes perturbadoras e imborrables.

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